miércoles, septiembre 03, 2008

La Encina

Caminábamos por aquel pinar, árido y seco,
bajo el sol abrasador de un fin de agosto castellano.
La ropa para el funeral de la tarde
no era lo más apropiado para aquella incursión campestre,
que con aquellas alpargatas que dejaban pasar la arenilla y el polvo, se hacia mucho más larga.

Los hierbajos resecos se enganchaban, inmisericordes, al tejido de los pantalones, penetrándolos y clavándose fortuitamente en nuestras piernas al andar. Las pulgas de río saltaban a nuestro paso, aguzadas por el olor a carne fresca.
Caminábamos en silencio, mirando al suelo,
cómo autómatas con un único objetivo: llegar hasta la encina,
a unos 5 kms del punto de partida.

La encontramos, era esa, el contorno de piñas lo indicaba.
Nos detuvimos.
Padre sacó los utensilios y se dispuso a abrir la urna,
que mas que una urna parecía una lata de nesquik,
primero con un cuchillo,
después con destornillador y martillo,
golpeando concienzudo los bordes
tratando de hacer palanca entre los resquicios del recipiente y su tapa.
Aquello se resistía.

Contemplábamos la escena, inertes y aturdidos,
la mirada fija en la maniobra,
padre cada vez más rojo, con el sudor cayendo a chorros,
moviamos las manos como autómatas para espantar el enjambre de moscas
que se arremolinaba en aquel punto, atraídas por el dulzor
del sudor y la densidad de la atmósfera.

Yo me había quitado la camiseta,
pensando en el funeral de la tarde.
N hizo un tímido ademán de ayuda,
y por fin, la tapa cedió.

Contemplé aquel receptáculo de materia gris,
las cenizas de mi abuela.
¿Por qué siempre había pensado en un fino polvo irisado?
Una bocanada de risa me subió por la garganta como un vómito:
un sonoro alarido irrumpiendo en la desolación del ajado paisaje veraniego,
una risa histérica, patética, de ella heredada,
una liberación de adrenalina malsana

Sentí una oleada de pudor al verme allí plantada,
despidiendo a mi abuela, mi abuela del alma,
con el culo sudado, una teta casi fuera
y una aureola de moscas agolpándose en mi cabeza.
Me tapé avergonzada con la camiseta sudada.

Deshicimos el camino,
cansados y cabizbajos.

Quizá no éramos la familia más convencional de Castilla.
No la despedimos durante días con grandes fastos,
no hubo cortejo fúnebre, ni excelsas coronas florales,
pero esa encina, que se alza en medio de un bosque perdido jalonado por el Duero,
adusto en verano, fresco y sombrío en otoño,
lleva el alma de mi abuelo desde hace cinco años
y ahora de mi abuela, su mujer amada,
Y de su risa,
esa risa catártica, de ella heredada.